El rastro en su cara delata su verdad ¿Cuántas veces habrá callado ante la pregunta de cómo se hizo semejante cicatriz?
Yo sólo recuerdo aquella noche de viento y lluvia furiosa. Qué más se podía hacer en esos lares, en plena frontera, entre Cerro Sombrero y el Cabo Espíritu Santo, que aguantar el temporal, carneando un capón herido por la tempestad de la semana pasada y tomando whisky argentino contrabandeado.
Comenzamos esa noche el rancho en silencio, después de la larga jornada de arreo, escuchando las ráfagas del viento que azotaba el puesto. La radio Polar nos acompañaba en las largas noches de invierno, anunciaba que en Puerto Harberton, en el canal Beagle, había muerto don Saturnino Gallardo Oyarzún, chilote de Chonchi, que conocí cuando trabajé de peón, en la estancia El Cóndor en los años 30. Saturnino era famoso por sus dotes de vidente y de chamán. La última vez que hable con él, me dijo que tenía que pedir perdón para sanarme. Y si no, en esta y la otra vida iba a pagar mis deudas.
Escuchábamos siempre a la misma hora los avisos del campo, de las estancias de toda Tierra del Fuego, sólo agarrábamos esa emisora. Después de los avisos a la comunidad, tocaban rancheras, milongas y tangos que te ponían nostálgico. Brindamos con whisky importado por el finadito y nos sentamos a jugar Truco, con naipe español para puro matar tiempo. Afuera reinaba la escarcha con su brillo de frío, con su manto de espejo:
-Si quisiera cagarte Nielsen, te cago igual!!! A mí no me vienen con cuentos chilotes; ¡¿Ves mi cinto?!....creéis que es de juguete…..donde pongo el ojo, la bala mata…
- yo digo no más, viejo lobo Esparza, el Guatón Sekulovich quiere puro darte.
Conociéndolo bien, diría que se haría el Rey de los hueones y miraría pal’ lado, dejando pasar la ocasión, entre mates y truco, para luego fumarse un buen puro y seguir conversando, tocando a la poto lindo, como si nada hubiese ocurrido…
En esos lares, en aquellos años, la cosa se ponía fea, a la primera mirada negrusca, al primer nubarrón, al primer desaire, ni los gatos se atreven a cruzarse, y las pocas mujeres que acompañaban la comparsa, se mantenían a distancia, en espera del chistar de Esparza.
Magallanes era el último eslabón de este puto mundo y sólo el quilombo era negocio para crecer rápido en esos fríos de infierno.
-Esparza, ese perro lanudo es fueguino y usted sabe lo indio que son esos baguales de mierda; yo seré bruto, pero corazón tengo. Le digo que anda a escondidas cagándolo con las minas de Cerro Sombrero. Los viejos dicen, que quiere vengarse por lo de
- Mi viejo amigo Nielsen, deja que los cóndores coman, ya vienen las nevadas, y el encierro me las va a dar. Lo voy a mandar a cuidar bestias en el Páramo de Diablo, ahí lo voy a castrar por hacerse el caído del catre. Lo de
A eso de la medianoche, antes de irse a dormir, golpearon a patadas y con fuerza; mi compadre Choche abrió extrañado y con sigilo, ni los perros habían ladrado, mientras yo ponía cerca mi calibre 22 que guardaba pa’ callao debajo de mi catre. Era nada menos que el choro Esparza, venía como siempre silbando con sus perros lanudos: El vasco, el Pinto y el Enano. Venía envalentonado, quería celebrar el nacimiento de su primogénito:
-Será como mi paire, de nombre antiguo, ya le dije a mi soberana esposa que lo llame Aquiles, como mi viejo lobo de mar, que en paz descanse.
Yo que nací en Curaco de Vélez, ende
Ya eran las cinco de la mañana cuando sentí un ruido seco, después un grito de mujer, después alguien de botas pesadas que corría, después un silencio total. Me amanecí con la cara ensangrentada del semental Esparza, que no se podía mantener en pie. La mina que le había tocado le rajó la cara a destajo, con un botella de Licor de Oro que preparó su madre el verano pasado. Se la rompió sin contemplación alguna, gritándole perro concha de su madre. Han pasado de eso 25 años. Bien merecida la marca que le quedó por vida. La artista esa, se vengó de una vieja que le debía el choro. No hay deuda que no se pague, ni plazo que no cumpla. Esa puta era hija de Esparza, hija de una mujer que violó en San Sebastián 18 años antes, cuya madre de apellido Chahuan también había sido ultrajada por el taita de Esparza en Dalcahue; sólo el Trauco logró apaciguar los ánimos desde entonces. Ahora como rondín vivo, en la soledad absoluta, desterrado a voluntad y sereno, en un aserradero del loco Morrison, aquí en Cameron. Me acompaña mi infamia, la marca que sólo la muerte borrará, mi cara cortada y mis malditos recuerdo de perro.-
Por Andrés Baez
La ira recorre mi pecho. Aumenta mi fuerza y llega a mi puño. Lo cierra, lo tensa y lo revienta en tu cara. Deforma tus dulces palabras burlescas y despega tus amarillos dientes de tu irónica risa.
¿Qué? ¿No te basta?
La ira toma de nuevo el control, tensa mi otro músculo, lo cierra, lo comprime, le da la forma perfecta, lo sigue comprimiendo. Es tanta la presión que duele, pero no importa, porque caerá como una bala sobres tu ojo marrón con un brillo hipócrita de buena persona, que lo destruirá y lo reventará en un grito de perdón.
¿Así que quieres seguir?
La ira vuelve a tomar posición, no cesa, se quiere volver a expresar, quiere volver a estallar, no hay control sobre ella ahora, ahora que has vuelto a fallarme.
¿Qué te puedo decir? ¡¿Qué, que te puedo decir?!
Eres una persona bastarda, si nada más que hacer que arruinar los planes de otras, eres el parasito que vive de las emociones de otro, eres el virus de la infelicidad en mi vida, eres la única persona que siempre está ahí para cagarla, para nada más que para CAGARLA.
¿No me entiendes o no me quieres entender?
Entiende, eso es lo que haces tú. Cagarla y nada más, no das brillo a las cosas sólo las opacas, no dejas al huevo ser pájaro, no dejas a la oruga ser mariposa, ¡NO DEJAS AL HUMANO SER LIBRE!
Llenas el campo baldío de tu mente con infantiles fantasías de un mundo moral, de un mundo correcto.
¿Crees que soy una mierda de persona?
Entiende la única mierda aquí eres tú
¿Crees que estoy mal?
Bueno, puedes pensar lo que quieras, eres libre de hacerlo, yo lo permito.
¿Te vas?
Oh! qué bueno que te diste cuenta que nadie te quiere aquí, así que ahora mismo pesca tus huevás y vuelve solo cuando necesites arruinar algo.
Por: Claudio Vallejos.
Complace mis ganas y grita cuando no me encuentres y llora para ser feliz.
Tengo todo que ofrecerte, pero dentro de eso no me encontraras a mí.
Háblame con esos ojos que cultivaste viendo el mundo y su cicatriz.
Si quieres que te acompañe no me llames, no me tientes, sólo déjame partir.
Ahora ya es pasado, el tiempo quiso que fuera así, a mí no me lo preguntaron.
Me dejaron en la esquina colgando frente a tí.
Es por eso que cuando camino no avanzo, es por eso que cuando respiro no me lleno.
Es por eso que nunca más me encontraron, es por eso que nunca más me vieron.
El colgado no tiene rutina, no tiene familia, no tiene entierro, el colgado se queda en el limbo.
No toca las estrellas ni tampoco toca el suelo, me quejo… en realidad me aferro a la soga de tu nombre que no cambia con el tiempo. Se transforma en muchas otras cosas, se vuelve carne y se vuelve hueso.
Ojala que la lluvia, el sol y el frio del invierno, o tal vez tú, con tus palabras, tu presencia, el reencuentro, salven al colgado del limbo y del destierro de su propia presión, de su largo tormento.
La lengua en polvo,
la palabra en barro,
la saliva espesa toma forma y me observa...
Y escalar y avanzar y morir y repetirse las noches,
rumiar de caníbales son mis sueños,
aullidos de perras en celo me apuñalan como viejitas sonrientes
y yo, cansado, me arranco los ojos indigno de observar las heridas.
No voy a levantarme.
¡No voy a recoger mis palabras, no voy a recoger los cuerpos,
no voy a recoger las infancias muertas, no voy a recoger nada!
Fornican las dudas y me babean
como mareas, como oceanos bajo la piel de un miedo agónico
que combate a un sol valiente,
y quizás, medio hombre y cobarde, me aleje después de un punto perdido.
La risa y los tontos se quedaron entre las sábanas,
y como un recuerdo sin sentido, los abandone.
El mal tiempo como una categoría del “fracazo”,
índice y olvido, atropello y sangre, ave y perro llorando de hambre,
hombre llorando y bebido intentando ser ave y termina muerto,
Pablo y no existir nunca y termino siendo.
Canalla, cien veces canalla, como cacofónica,
como caca y concordancia,
como perder y la dependencia,
como no intentarlo y levantarse,
como olvidarlo y levantarse.
Torturo (a) (esta) la línea mirando a esos (los) seres cuadrúpedos
que embisten a nuestros niños
arrebatándoles todo.
-No nos cuesta la vida sino (mas) la inversión hecha-
El periódico ensangrienta el titular
como si fuera un decomiso, una película filmada en el desierto
un ministro mirando porno en el senado
mientras mi vecina se acurruca luego de ser golpeada
y aquí seguimos nosotros
con la cabeza gacha
pensando cualquier wea (o algo así)
Estiro estas líneas porque hay que hacerlo
porque las balas locas se llenan de impunidad en la pobreza
y en la miseria de la torta que se sigue repartiendo mal.
Y estiro la línea porque quiero
como si la desgracia también fuera mi alimento
como machismo esquizofrénico y ebrio.
Estiramos la linea por las niñitas que por no adelgazar un kilo
se hacen cortes en las piernas
por la bulimia, por el neoprén que nos mata el hambre
Y sobre todo
porque cuando somos muchos
estiramos la linea pa' que alcance.
Por Arturo Santanac
Me imagino que cuando partí escribiendo esto no sabía que Natalia era lesbiana, y no tenía la menor idea de que a mí, que a mi cerebro, a mi cuerpo, les gustaba Natalia. De hecho creo que había visto a Natalia dos veces en mi vida. La primera: yo trabajaba en una librería y era la época de navidad (pudo haber sido del 10 al 24 de diciembre del 2009). Había mucha gente, teníamos que ofrecer los libros que más rápido pudiéramos vender. No me es grato aceptar de la forma en que ofrecía a ciertos autores que habían lanzado sus últimas novelas en septiembre, de forma que en diciembre funcionaran como corresponde (que vendieran millones). Yo a Natalia la vi, de lejos. Era (supongo que es, que sigue siendo, no sé, hace un tiempo ya que no la veo) bajita, de no más de un metro sesentaicinco. Yo pienso que las mujeres son o bajas o altas. Y la medida a seguir es la siguiente: hasta un metro sesentaiocho; bajas. Desde un metro sesentainueve; altas. Es forma lógica de diferenciar a las mujeres. ¿A mí? A mí me gustan las mujeres altas. Por eso podría decir que Natalia no me gustaba. O sea, me llamó la atención, pero de una forma distinta. Y eso es lo que me gustó de ella. Que rompió con los límites que tenía. Que sigo teniendo, mejor dicho. Y el hecho es que Natalia pidió un libro de los que se lanzan en septiembre, de los que más se vendían, y vi que lo pidió para regalo y que dijo que era regalo para hombre. Y me acuerdo perfecto (como si hubiera sido hoy) que pensé que era para su novio y pensé que su novio era un idiota y que ella estaría mucho mejor conmigo. Y eso me dejó una leve sonrisa en la cara (a todo esto, el mundo se me había detenido y yo la miraba a ella como con un zoom digital). La segunda vez que la vi fue mientras tomaba un café (solo) en Lastarria. Era un café malísimo, demasiado dulce. Con un trozo exagerado de pie de limón. Me encanta el pie de limón. Y creo que recién me había comprado los cuentos de Antonio Di Benedetto, los que leía de forma enfermiza. De hecho creo que lo sigo leyendo, cada vez que creo que no tengo nada que hacer. Me dedico a leer a Di Benedetto y pienso que está bien que casi nadie lo conozca, que poca gente se haga cargo de él. Claro que Natalia conocía a Di Benedetto, o hizo como que lo conocía, o capaz que haya hecho que me conocía a mí (cosa poco segura) o quizás yo le gusté y por eso hizo como que de verdad conocía a Di Benedetto (cosa menos segura aún). Ella quedó mirando el libro, y yo me di cuenta porque le sentí el peso de la mirada. Porque las miradas tienen peso. Y la de ella, su mirada, pesa. Y no me dijo nada. Se sentó en la mesa del lado, con una amiga, que era extranjera, que tenía una chasquilla recientemente cortada, la nariz afilada, era alta (por lo menos uno setentaitrés) y era argentina. Ahí supe que Natalia se llamaba Natalia y ahí sospeché que era lesbiana y que su novia era la argentina tal, y que el libro que compró aquel diciembre no era para su novio sino que probablemente para su padre o su hermano o su jefe. Recuerdo que Natalia miraba de forma fija mi libro como queriéndome preguntar qué lees, y a mí me carga hablar con gente que no conozco. Más aun sobre libros, o sobre literatura en general. Porque creo que de libros y literatura es de lo único que sé y que me ha costado un montón saber y no quiero que nadie aprenda un ápice de literatura de mi boca. Por eso cuando hablo con gente (que no es muy recurrente) hablo de tonteras, como de música (que es una tontera), o de cine Hollywoodense (que es una tontera muy entretenida).
No voy a mentir. No voy a decir que Natalia se me acercó con su amiga argentina, porque sería una estupidéz mentir de tal forma. Diré que no hablamos y que no me acerqué y que sólo supe que Natalia se llamaba Natalia porque su amiga argentina (la que jamás averigüé su nombre) le gritó Natalia, ven Natalia desde dentro del café cuando se encontró con alguien conocido y quería que Natalia también lo saludara. De ahí me quedé leyendo a Di Benedetto y meses después descubrí que era íntimo amigo de Bolaño, que ambos pasaban penurias en España y que ambos vivían de lo que recolectaban en concursos literarios. Y me imagino que, debido a la inseguridad que provoca vivir de premios literarios, comían mucho arroz y algo de fideos y tomaban mucha agua y casi nada de vino. Natalia con su amiga argentina (guapa, muy guapa) salieron de dentro del local unos veinticinco minutos después tomadas de la mano con un tipo (una a cada lado de él) que tenía una polera con el cuello roto, como rajada de forma intencional. Una polera (remera, debió haber dicho la amiga de Natalia) amarilla, con un par de frases en inglés. Era un tipo rubio con un aro en la oreja izquierda, que había recibido varios rayos del sol ese verano.
Por Jorge Fernández
Estaba sediento de venganza, cruzó el umbral de la puerta y encendió un cigarrillo, su gorro de mezclilla parecía más descolorido que nunca, sus pantalones deshilachados y raídos dejaban ver el paso del tiempo, caminó por el patio de lo que alguna vez fue la vecindad, aquella que no valía ni un centavo pero era linda de verdad, extrajo de un bolsillo la navaja que comúnmente utilizaba para rasurarse y con un movimiento ligero botó el colgador de ropa, en el que había solo una sábana y un calzón femenino de estilo colonial. Ni traje de marinerito, ni gorro azul de la vecina del setenta y uno existían ya.
Entró al catorce, donde había vivido antes del setenta y dos, no se molestó en tocar, cruzó la puerta, el living, el comedor, dobló a la izquierda y comenzó a escuchar los quejidos somnolientos de una mujer, de una vieja, de una anciana, que lo había torturado en vida. Giró la perilla que mantenía cerrada la puerta del dormitorio y lo primero que vio, fue la misma cara de víbora al acecho de antaño, solo que unos cuantos centímetros más abajo debido a la gran bifurcación de arrugas que se mezclaban en su rostro, sumado a un ápice de terror repentino dibujado en su expresión. La contempló por espacio de segundos, mientras ella incrédula, parecía estar viviendo una pesadilla. Antes de hacer uso de la navaja, el flaco de tatuajes en los brazos, abrió su mano derecha y asestó unas cuantas cachetadas al derecho y al revés a la mujer, quien solo atinaba a recibir los golpes, como si los disfrutara, más bien, como si los necesitara para ver si de esa manera despertaba de aquel mal sueño. Acto seguido, el hombre empuñó su arma blanca, la tomó apuntando con el filo de manera horizontal justo en la unión de la frente con la nariz. Entre ceja y ceja, como siempre la tuvo en vida. Vio la cara de pavor dibujada en Florinda, y con el bigote levantado a causa de su sonrisa de satisfacción, clavó una y otra vez el filo de la navaja en la mujer, quien no gritó ni pataleo ante tal agravio cometido por la chusma.
En el interior de la pieza aún se escuchaba un ronquido. Una tibia claridad visual le permitía ver el cuadro completo, en el cual estaban dibujados, una cama de dos plazas y un velador. En este último, había un gorro de copa, una pequeña taza con su platillo, y un cenicero con un puro a medio fumar. La cama por su parte, era bastante ancha, mas no demasiado larga, por lo que llamó lo suficiente la atención de Monchito el hecho de que no sobresalieran los pies del tipo que ocupaba el sector izquierdo de la litera, y en contraposición a eso, hubiera una pronunciada curva en la parte media de la figura humana que aún dormía. Gigante fue la sorpresa del ex boxeador, carpintero, torero, futbolista y un largo etcétera, al reparar en la imagen del señor Barriga. No se molestó en despertarlo. Empuñó la navaja nuevamente y procedió a comprobar un gran mito para él durante los años como su inquilino. ¿Sería posible que aquel gordito redujera su anatomía con el frío pinchazo de un objeto punzante, puntudo y filoso, o sería un desagradable final para su extensa figura? El resultado arrojó como respuesta la última opción. Tres, cuatro, cinco estocadas dieron muerte inmediata al panzón. Mejor barriga para la próxima vida, Señor Suerte, creí oír decir a Ron Damón antes de abandonar el lugar con cierto deleite personal.
Salio nuevamente al patio, entró a su vieja casa, buscó en los cajones, donde aún estaban sus cosas, sacó una olla, un cucharón y un plato hondo. Sirvió una comida invisible, extraída de la olla, depositándola en el plato. Transportó este último al barril que aún estaba junto a la escalera que llevaba adonde alguna vez vivieron unas cuantas Pattys con unas cuantas Tías, Jaimito el Cartero (oriundo de Tangamandapio) y una de sus tantas enamoradas, la Vieja de la Escalera.
Una vez realizado todo, se metió a la casa de la Señora Clotilde y no sin antes agradecerle a esta, se hizo polvo justo bajo el cuadro en el que había una foto del perrito Satanás.
Error Capital
represión del impulso irrefrenable a agredir razonablemente, por la autocensura de lo
legítimo. Así funcionan las cosas aquí desde no sé cuándo, pero casi siempre.
En esta ocasión ella no se atrevía a reaccionar ante la desfachatez de mis tanteos
indecorosos. No especularé sobre sus reales deseos. Ahora comprendo: la disimulada
incomodidad funcionaría como flujo de descargos posteriores.
Ella llevaba años en la capital, pero arrastraba su substancialidad provinciana como
quien arrastra un error capital. Ahora su disposición ecléctica integraba mis mañas de
urbe dentro de su útero pastoral.
Bastián tiene un talento que no genera envidia, pero sí muchos momentos incomodos: él cae mal. Y es que cae mal sin errar, sin querer, sin siquiera poder evitarlo. Su personalidad única lo infunde de un semblante abierto a las innumerables
posibilidades del arte del caer mal. Bastián ha querido averiguar el porque de este nefasto dón, pero cansado de respuestas divinas, optó por sacarle provecho a su estigma. La semana pasada, cuando postulaba por octava vez en una semana a un trabajo de medio tiempo, decidió ir en muletas. Pero no lo logró. Cayó mucho peor.
Ataúd
Las zopiclonas cumplían a cabalidad con el efecto deseado, pero la estridencia de Vin
Diesel sincronizado con las luces de los postes que el atravesado auxiliar dejaba
entrar, dieron por finalizada la pesadilla térmica. Cuando me alejaba del ataúd
colectivo, sentía lastima por el largo camino que esperaba a los sureños que tendrían
que soportar el interrogatorio “de emergencia” una y otra vez en cada subida. Cosa
bastante inútil en el caso eventual donde todo arde. Aún aletargado por la droga legal,
atravesaba el paseo comercial adelantando a los somnolientos, con inexplicable
frenesí, todo para finalmente subir a otro ataúd, aún mas colectivo, aún mas
rectangular (…) y mas estridente.
Ya nada se siente familiar desde esta ventana. Cuando miro hacia fuera lo único que esconden esas calles son recuerdos de fracaso y de vidas desentendidas. No me gusta mirar a la calle, no me gusta salir a ella porque siento un rechazo puritano del que no debería ser victima sino victimaria. A mis treinta años nada tengo, y hoy lo extraño más que nunca.
Extraño sus chistes repetitivos y sus ojos caídos. Extraño su pasión por la vida que era la mía, pasión que ya no tengo. Extraño los gritos que para él significaban excelencia, mas nunca odio.
Lo conocí al nacer. Un hombre trigueño, de sonrisa eterna, adorado por el mundo que lo rodeaba. Muy alto y siempre bien vestido, elegante por naturaleza y con unos bigotes bien recortados que hasta hoy mantiene. Siempre con gente a su alrededor, admirándolo, queriendo ser como él.
Cuando tenía 4 años, nos mudamos a una casa pequeña en las afueras de Lima, lo suficientemente alejados para que él y su esposa vivan tranquilos, y lo suficientemente cerca para que yo pueda ir diariamente al club de la ciudad a practicar natación.
Moisés siempre había querido ser nadador, pero había descubierto su pasión demasiado tarde. Entonces llegué, y él impregnó en mí el deseo de conquista. Me sentí honrada de su confianza. Pero me tenía atrapada en sus deseos. Moisés nunca se cohibió en sus expectativas. Quería que sea la mejor. Pero no podía ser la mejor. Montserrat era mi única oportunidad de salir del claustro al que Moisés me condenó cuando supo de mi existir.
Montserrat era la mujer perfecta. Callaba ante la autoridad de Moisés, se adaptaba a cualquier circunstancia en la que su esposo se encontraba. Era hermosa, delgada con cabellos castaños largos y ojos marrones oscuramente profundos e inmensos, a través de los que veías ese candente espíritu que se apagaría con el tiempo. Era imposible no adorarla, y yo la adoré toda su vida, y la seguiré adorando el resto de la mía.
Cuando cumplí 14 años le dije a Montserrat que no quería nadar más. Ella me consolaba, pero siempre callaba cuando Moisés estaba presente. Él no podía saber que yo no quería ser parte de su plan. Yo también callé.
A mis 17 años, el siguiente paso en el plan de Moisés era una beca en la Universidad de Alabama. La natación por fin lo recompensaría, y por cuatro años más, sucumbiría al despiadado terror diario de hacer algo que odio.
Mucha gente dice que los años de universidad son años de descubrimiento. Lo que descubrí fue el vacío ser que él había criado. Me di cuenta, desafortunadamente muy tarde, que mi disciplina, mi manera de ser, mi deseo de ser la mejor, y mi frustración por no poder serlo, todo era de él. Nada era mío. Nada era propio. Yo era suya, y le iba a pertenecer por siempre.
En esos cuatro años, Moisés y Montserrat estuvieron solos. Montserrat hermosa, llena de vida y planes de viajes, no fue lo que Moisés quería. No tenia, según él, algún talento que la destacara. Era ordinaria en sus ojos. Corriente. Tres años después de mi partida, Moisés me siguió los pasos y partió. Así se cumplía el temor más grande de Montserrat. La soledad sería algo que ella nunca podría tolerar. Cuando Moisés se fue, el alma de Montserrat se fue con él. Ella murió en espíritu en ese mismo instante cuando él cerró la reja negra de fierro, por la que tantas veces se había despedido de mí.
Montserrat sólo duró 6 meses antes de morir en cuerpo. Murió de saber que era cierto lo que había sospechado todos esos años. Murió sabiendo que no era nadie en soledad.
Murió un viernes por la noche. Salió de su oficina dejando todo impecable, como de costumbre. Llegó a esa pequeña casa en la que había vivido con Moisés por 17 años. Prendió su computadora, hermosa y pulcra como ella misma, y me escribió un correo electrónico. Solo cinco líneas. Cinco líneas perfectas:
Mi más preciado tesoro:
No soy tan fuerte como tú. No puedo vivir sin él.
Espero que me perdones.
Te extrañaré por siempre.
Tu madre que ama tanto,
Montse.
Regresé a Lima para el funeral. Mi abuelo preguntó si quería saber qué sucedió. Le dije que no. Quería recordarla como la mujer perfecta que fue. Débil. Siempre débil.
Pensé que vería a Moisés, pero él estaba en Madrid, con su nueva mujer.
Nunca llegué a despedirme de él. Dos años después de llegar a la universidad, había renunciado al equipo de natación. Sé que en ese momento él me pudo haber odiado. Sé que no me odió, nunca me odió. Esa fue la última vez que escuché su voz ronca y arrogante, cada vez más desentendida y menos popular.
A los 27, tras haber estado administrando un pequeño hostal en las afueras de Barcelona, regresé a Sudamérica. Semanas después, recibí un correo electrónico de Moisés. Había encontrado el mensaje que Montserrat me escribió antes de suicidarse. Él escribió y lamentó, pero no se arrepintió. Nunca respondí. De responderle revelaría un rencor que no quiero reconocer. Ese mismo quasi-odio que él sintió cuando arruiné su plan. Porque, al final de cuentas, éramos la misma persona. Montserrat se sentía incompleta sin él. Yo me sentía vacía sin él. No encuentro ninguna motivación. No soy quien fui. Él es quien fui.
Nunca le dije que había regresado a Lima. Pero afuera lo veo, todos los días a las nueve de la mañana, caminando hacia el trabajo. Hermosamente joven, como lo recuerdo. Caminando por este edificio celeste en el centro de la ciudad, donde vivió con Montserrat los 6 primeros años de su matrimonio. Donde yo nací, y donde ahora he regresado a morir.
Su amor por mí fue tan fuerte que se tuvo que conseguir otro yo, y ahora lo tiene. Un varón, al que lleva todos los días a las tres de la tarde a sus clases de fútbol. Él sí le saldrá bien. Él sí cumplirá con las pautas. Él sí entenderá su sacrificio. Él no será Moisés.
Por: Pablo Villegas P.
La infancia se desangra
sorbiendo malestares.
Por las mañanas correazos
que borran sus sonrisas
ahogándose en el apuro de crecer.
Ya no son niños,
no lo fueron ayer
ni lo serán nunca.
Solo son un cuerpecito de llantos, dolores,
tristezas incrustadas en sus pequeñas espaldas.
Juguetes
de juguetes
hombrecitos devorados por dolencias
trabajando
vendiendo la niñez
olvidando los miedos y los logros.
La adultez les roba los zapatos
para que no huyan,
les roba el aliento
con el que intentan olvidar
y hacer llevadera la mirada fría
que hay en sus rostros cuando falta el pan.
No sirve la inteligencia,
el talento no les dará de comer,
el frío no teme a su ilusión
cuando la cubren con cartones.
Siempre sin verlos,
siempre en la misma calle.
EN DICIEMBRE DE 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir "hice el amor" es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que "hicimos" ella y yo, no eran el amor y ni siquiera –me atrevería hoy a demostrarlo–, eran un amor: eran eso y sólo eso eran. Lo que interesa en esta historia es que la muchacha punk y yo nos "acostamos juntos".
Otro decir, porque todo habría sido igual si no hubiésemos renunciado a nuestra posición bípeda, –integrando eso (¿el amor?) al hábitat de los sueños: la horizontal, la oscuridad del cuarto, la oscuridad del interior de nuestros cuerpos; eso.
Primera decepción del lector: en este relato soy varón. Conocí a la muchacha frente a una vidriera de Marble Arch. Eran las diez y treinta, el frío calaba los huesos, había terminado el cine, ni un alma por las calles. La muchacha era rubia: no vi su cara entonces. Estaba ella con otras dos muchachas punk. La mía, la rubia, era flacucha y se movía con gracia, a pesar de su atuendo punk y de cierto despliegue punk de gestos nítidamente punk. El frío calaba los huesos, creo haberlo contado. Marcaban dos o tres grados bajo cero y el helado viento del norte arañaba la cara en Oxford Street y en Regent Street. Les cuatro –yo y aquellas tres muchachas punk– mirábamos esa misma vidriera de . En el ambiente cálido que prometía el interior de la tienda, una computadora jugaba sola al ajedrez. Un cartel anunciaba las características y el precio de la máquina:
Blancas venían atacando con una cuña de peones que protegía su dama, repatingada en cuatro torre rey. Cuando las tres muchachas se acercaron era turno de negras. Negras dudaron quince según dos o tal vez más; era la movida l16 ó l18, y los mirones –nadie a esas horas, por el frío–, habrían podido recomponer la partida porque una pequeña impresora venía reproduciendo el juego en código de ajedrez, y un gráfico, que la máquina componía en su pantalla en un par de segundos, mostraba la imagen del tablero en cada fase previa del desenvolvimiento estratégico del juego. Las muchachas hablaron un slang que no entendí, se rieron, y sin prestarme la menor atención siguieron su camino hacia el oeste, hacia Regent Street. A esas horas, uno podía mirar todo a lo largo de la ciudad arrasada por el frío sin notar casi presencia humana, salvo las tres muchachas yéndose.
Cerca de Selfridges alguien debía esperar un ómnibus, porque una sombra se coló en la garita colorada de esperar ómnibus y algún aliento había nublado los cristales. Quizás el humano se hallase contra el vidrio, frotándose las manos, escribiendo su nombre, –garabateando un corazón o el emblema de su equipo de fútbol; quizá no.
Confirmé su existencia poco después, cuando un ómnibus rumbo a Kings Road se detuvo y alguien subió. Al pasar frente a nuestra vidriera, semivacío, pude ver que la sombra de la garita se había convertido en una mujer viejísima, harapienta, que negociaba su boleto.
Pocos autos pasaban. La mayoría taxis, a la caza de un pasajero, calefaccionados, lentos, diesel, libres. Pocos autos particulares pasaban; Daimlers, Jaguars, Bentleys. En sus asientos delanteros conducían hombres graves, maduros, sensibles a las intermitentes señales de tránsito.
A sus izquierdas, mujeres ancestrales, maquilladas de party o de ópera, parecían supervisarlos. Un Rolls paró frente a mi vidriero de Selfridges y el conductor hechó un vistazo a la computadora, (ensayaba la jugada 127, turno de blancas), y dijo algo a su mujer, una canosa de perfil agrio y aros de brillantes. No pude oírlo: las ventanillas de cristal antibalas de estos autos componen un espacio hermético, casi masónico: insondable.
Poco después el Rolls se alejó tal como había llegado y en la esquina de Glowcester Street vaciló ante el semáforo, como si coqueteara con la luz verde que recién se prendía. Primera decepción del narrador: la computadora decretó tablas en la movida 147. Si yo fuese blancas, cambiando caballo por torre y amenazando jaque en descubierto, reclamaría a negras una permuta de damas favorable, dada mi ventaja de peones y mi óptima situación posicional. Me fui con rabia: había dormido toda la tarde de aquel viernes y era temprano para meterme en el hotel.
El frío calaba los huesos. Traía bajo los jeans un polar–suit inglés que había comprado para un amigo que navega a vela en Puerto Belgrano y decidí estrenarlo aquella noche para ponerlo a prueba contra el frío atroz que anunciaba
Sentía el cuerpo abrigado, pero la boca y la nariz me dolían de frío. Las manos, en los hondos bolsillos de la campera de duvet, temían tanto un encuentro con el aire helado que me obligaron a resistir a la feroz jauría de ganas de fumar, que aullaba y se agitaba detrás de la garganta, en mi interior. En mi exterior, las orejas estaban desapareciendo: tarde o temprano serían muñones, o sabañones, si no las defendía; intenté guarecerlas con las solapas de mi campera. Sin manos, llevaba las puntitas de las solapas entre los dientes y así, mordiente y frío, entré a un taxi que olía a combustible diesel y a sudor de chofer, y una vez instalado en el goce de aquel tufo tibión, nombré una esquina del Soho y prendí un cigarrillo.
Afuera, nadie. El frío calaba los huesos. El inglés, adelante, manejando, era una estatua llena de olor y sueño. Antes de bajar, verifiqué que hubiesen taxis por la zona; vi varios. Pagué con un papel y sólo después de recibir el cambio abrí mi puerta. El aire frío me ametralló la cara y la papada se me heló, pues las solapas, chorreadas de saliva, habían depositado sobre mi piel una leve película de baba, que ahora me hería con sus globitos quebradizos de escarcha.
Vi poca gente en el barrio chino de Londres: como siempre, algunos árabes y africanos salían rebotando de los tugurios pomo. En una esquina, un grupo de hombres –obreros, pinches de vigilancia, tal vez algunos desgraciados sin hogar se ilusionaban alrededor de un fueguito de leñas y papeles improvisado por un negro del kiosco de diarios. Caminé las tres o cuatro cuadras del barrio que sé reconocer y como no encontré dónde meterme, en la esquina de Charing Cross abrí la puerta trasera izquierda de un taxi verde, subí, di el nombre de mi hotel, y decidí que esa noche comería en mi cuarto una hamburguesa muy condimentada y una ensalada bien salada para fortalecer la sed que tanto se merece la cerveza de Irlanda. ¡Lástima que la televisión termine tan temprano en Londres! Miré el reloj: eran las once; quedaba apenas media hora de excelente programación británica.
Conté del frío, conté del polar–suit. Ahora voy á contar de mí: el frío, que calaba los huesos, desalentaba a cualquier habitante y a cualquier visitante de la antigua ciudad, pues era un frío de lontananza inglesa, un frío hecho de tiempo y de distancia y –¿por qué no?– hecho también de más frío y de miedo, y era un frío ártico y masivo, resultante de la ola polar que venía siendo anunciada y promovida durante días en infinitos cortes informativos de la radio y la televisión. En efecto, la radio y la televisión, los diarios y las revistas y la gente, los empleados y los vendedores, los chicos del hotel y las señoras que uno conoce comprando discos –todos no hablaban sino de la ola de frío y de la asombrosa intensidad que había alcanzado la promoción de la ola de frío que calaba los huesos.
Yo soy friolento, normalmente friolento, pero jamás he sido tan friolento como para ignorar que la campaña sobre el frío nos venía helando tanto, o más aún, que la propia ola de frío que estaba derramándose sobre la semiobsoleta capital.
Pero yo estaba ya en la calle, no tenía ganas de volver a mi hotel y necesitaba estar en un lugar que no fuese mi cuarto, protegido del frío y protegido cuidadosamente de cualquier referencia al frío. Entonces vi, dos cuadras antes del hotel, un local que días atrás me había llamado la atención. Era una pizzería llamada The Lulu, que no existía en oportunidad de mi último viaje.
Yo recordaba bien aquel lugar porque había sido la oficina de turismo de Rumania en la que alguna vez hice unos trámites para mis clientes italianos.
Desde el taxi leí el cartel que probaba que el boliche permanecía abierto, vi clientes comiendo, noté que la decoración era mediocre pero honesta, y de las mesas y las sillas de mimbre blanco induje una noción de limpieza prometedora.
Golpeé los vidrios del chofer, pagué 60 pence, bajé del auto y me metí en la pizzería.
Era una pizzería de españoles, con mozos españoles, patrones españoles y clientes españoles que se conocían entre sí, pues se gritaban –en español–, de mesa a mesa, opiniones españolas, y frases españolas. Me prometí no entrar en ese juego y en mi mejor inglés pedí una pizza de espinaca y una botella chica de vino Chianti. El mozo, si ya había padecido un plazo razonable de exilio en Londres, me habrá supuesto un viajero del continente, o un nativo de una colonia marginal del Commonwealth, tal vez un malvinero.
Yo traía en el bolsillo de la campera la edición aérea del diario
Pero la pizza era mediocre, dura y desabrida. La mastiqué feliz, igual, leyendo mis recortes del Financial Times y la revista de turismo que dan en el hotel. Tuve más hambre y pedí otra pizza, reclamando que le echasen más sal. Esta segunda pizza fue mejor, pero el mozo me había mirado mal, tal vez porque me descubrió estudiando sus movimientos, perplejo a causa de la semejanza que puede postularse en un relato entre un mozo español de pizzería inglesa, y cualquier otro mozo español de pizzería de París, o de Rosario. He elegido Rosario para no citar tanto a Buenos Aires. Querido.
Masqué la pizza número dos analizando la evolución de los mercados de metales en la última quincena; un disparate. Los precios que
Un ruiseñor: recordé aquel soneto de Banchs.
El otro tipo también decía llamarse Banchs y era teniente de corbeta o fragata. Era diciembre; lo había cruzado muchas veces durante el año que estaba terminando. Esa misma mañana, mientras tomaba mi café, se había acercado a hablarme de no sé qué inauguración de pintores, y yo le mencioné al poeta, y él, que se llamaba Banchs juró que oía nombrar al tal Enrique Banchs por primera vez en su vida. Entonces comprendí por qué el teniente desconocía la existencia de los polar–suit (al ver mi paquetito con el Helly Hansen, se había asombrado) y también entendí por qué recorría Europa derrochando sus dólares, tratando de caerle simpático a todos los residentes argentinos y buscando colarse en toda fiesta en la que hubiese latinoamericanos. Fumaba Gitanes también en esto se parecía al Nono.
Jamás vi un ruiseñor. Estaba por terminar la pizza y desde atrás me vino un vaho de musk.
Miré. La más fea de las gallegas de la mesa del fondo estaba sentándose. Vendría del baño; habría rociado todo su horrible cuerpo con un vaporizador de Chanel, de Patou, o de –alguna marquita de esas que ahora le agregan musk a todos sus perfumes. ¿Cómo sería el olor de mi muchacha punk? Yo mismo, como el tal Banchs, me había condenado a averiguar y averiguar; faltaba bien poco para finiquitar la pizza y el asuntito de las cotizaciones de metales. Pero algo sucedía fuera de mi cabeza.
Los dueños, los mozos y los otros parroquianos, en su totalidad o en su mayoría españoles, me miraban. Yo era el único testigo de lo que estaban viendo y eso debió aumentar mi valor para ellos.
Tres punks habían entrado al local, yo era el único no español capaz de atestiguar que eso ocurría, que no las habían llamado, que ellos no eran punk y que no había allí otro punk salvo las tres muchachas punk y que ningún punk había pisado ese local desde hacía por lo menos un cuarto de hora. Sólo yo estaba para testimoniar que la mala pizza y el excelente vino del local no eran desde ningún punto de vista algo que pudiera considerarse punk. Por eso me miraban, para eso parecían necesitarme aquella vez.
Trabado para mirar a mi muchacha –pues la forma de la de pájaro embalsamado y cara de sapo la tapaba cada vez más– me concentré sobre mi pizza y mi lectura desatendiendo las miradas cómplices de tantos españoles. Al termianar la pizza y la lectura, pedí la cuenta, me fui al baño a pishar y a lavarme las inanes y allí me hice una larga friega con agua calentísima de la canilla. Desde el espejo, nitré contento cómo subían los tonos rosados de los cachetes y la frente reales. Habían vuelto a nacer mis orejas; fui feliz.
Al volver, un rodeo injustificable me permitió rozar la mesa de las muchachas y contemplar mejor a la mía: tenía hermosos ojos celestes casi transparentes y el ensamble de rasgos que más irte gusta, esos que se suelen llamar "aristocráticos", porque los aristócratas buscan incorporarlos a su progenie, tomándolos de miembros de la plebe con la secreta finalidad de mejorar o refinar su capital genético hereditario. ¡Florecillas silvestres! ¡Cenicientas de las masas que engullirán los insaciables cromosomas del señor! ¡Se inicia en vuestros óvulos un viaje ala porvenir soñado en lo más íntimo del programa genético del amo). Es sabido, en épocas de cambio, lo mejor del patrimonio fisiognómico heredable (esas pieles delicadas, esos ojos transparentes, esas narices de rasgos exactos "cinceladas" bajo sedosos párpados y justo encima de labios y de encías y puntitas de lengua cuyo carmín perfecto titila por el inundo proclamando la belleza interior del cuerpo aristocrático) se suele resignar a cambio de un campo en Marruecos, la mayoría accionaria del Nuevo Banco tal, una Acción heroica en la guerra pasada o un Premio Nacional de Medicina, y así brotan narices chatas, ojos chicos, bocas chirlonas y pieles chagrinadas en los cuerpitos de las recientes crías de la mejor aristocracia, obligando a las familias aristocráticas o recurrir a las malas familias de la plebe en busca de buena sangre piara corregir los rasgos y restablecer el equilibrio estético de las generaciones que catapultarán sus apellidos y un poco de ellas mismas, a vaya a saber uno dónde en algún improbable siglo del porvenir.
La chica me gustó. Vestía un traje de hombre holgado, tres o más números mayor que su talle.
De altura normal, no pesaría más de 44 kilos. su piel tan suave (algo de ella me recordó a Grace Kelly, algo de ella me recordó a Catherine Deneuve) era más que atractiva para mí. Calzaba botitas de astrakán perfectas, en contraste con la rasposa confección de su traje de lana. Una camisa de cuello Oxford se le abría a la altura del busto mostrando algo que creí su piel y comprobé después que era tina campera de gimnasta. Ella, a mí, ni me miró.
Pero en cambio, su amiga, la más gorda, la del pelo teñido color naranja, venía emitiendo una onda asaz provocativa. No quise sugerir sexual: provocativo, como buscando riña, como buscando o planificando un ataque verbal, como buscando tina humillación, como ella misma habría mirado a un oficial de la policía inglesa. Así mirábame la gorda de pelo zanahoria. La mía, en cambio no me mira ha. Pero. . .
Tampoco miraba a sus acompañantes. Miraba hacia la calle vacía de transeúntes, con las pupilas extraviadas en el paso del viento. Así me dije: "se pierde su mirada pincelando el frío viento de Oxford Street". Era etérea. Esa nota, lo etéreo, es la que mejor habría definido a mi muchacha para mí, de no mediar aquellas actitudes punk y los detalles punk, que lucía, punk, como al descuido, negligentemente punk, ella. Por ejemplo: fumaba cigarrillos de hoja; los tomaba con el gesto exhultante de un europeo meridional, pitaba fuerte el humo y lo tiraba insidiosamente contra el cristal de la vidriera. Al pasar por su mesa había visto en sus manos una mancha amarilla, azafranada, de alquitrán de tabaco. ¡Y jamás vi manitas sucias de alquitrán de tabaco como las de mi muchachita punk! El índice, el mayor y el anular de su derecha, desde las uñas hasta los nudillos, estaban embebidos de ese amarillo intenso que sólo puede conseguir algún gran fumador para la primer falange del dedo índice, tras años de fumar y fumar evitando lavados. Me impresionó. Pero era hermosa, tenía algo de Catherine Deneuve y algo de Isabelle Adjani que en aquel momento no pude definir: me estaba confundiendo. Pagué la cuenta, eché las rémoras de mi botella de Chianti en la copa verde del restaurante, y copa en mano –so british–, como si fuese un parroquiano de algún pub confianzudo, me apersoné a la mesa de las muchachas punk asumiendo los riesgos. Antes de partir había calculado mi chance: una en cinco, una en diez en el peor de los casos; se justificaba. voy a contarlo en español: –¿Puedo yo sentarme? Las tres punk se miraron. La gorda punk acariciaba su victoria: debió creer que yo bajaba a reclamar explicaciones por sus miradas punk provocativas. Para evitar un rápido rechazo me senté sin esperar respuestas. Para evitar desanimarme eché un trago de vino a mi garguero. Para evitar impresionarme miré hacia arriba, expulsando de mi campo visual al pajarito embalsalmado. La gorda reía. La punk mía miró a la del pelo verde, miró a la gorda, sopló el humo de su cigarro contra la nada, no me miró, y sin mirarme tomó un sorbito de aquella mezcla de Coca Cola y Chianti que estuvo preparando en la página anterior, pero que yo, con esta prisa por escribirla, había olvidado registrar. Habló la punk con pájaro
–¿Qué usted quiere? –Nada, sentarme... Estar aquí como una sustancia de hecho... –dije en cachuzo inglés.
Sin duda mi acento raro acicateó los deseos de saber de la gorda: –¿Dónde viene usted de...? –ladró.
La pregunta era fuerte, agresiva, despectiva.
–De Sudamérica... Brasil y Argentina –dije, para ahorrarles una agobiante explicación que llenaría el relato de lugares comunes. Me preguntaba si era inglés: se asombraba "¿Cómo puede venir uno de Brasil y Argentina sin ser británico?", imaginé que habría imaginado ella.
¿Sería un inglés? –No. Soy sudamericano, lamentado –dije.
–Gran campo Sudamérica –se ensañaba la gorda.
–Sí: lejos. Así, lejos. Regresaré mes próximo –le respondí.
–Oh sí... Yo veo dijo la gorda mirando fijo a la cara de sapo que hamacó su cabeza como si confirmase la más elaborada teoría del universo. Entonces habló por vez primera y sólo para mí mi Muchacha Punk. Tenía voz deliciosa y tímbrica en este párrafo: –¿Qué usted hace aquí? –quiso saber su melodía verbal.
–Nada, paseo –dije, y recordé un modelo que siempre marchó bien con beatniks y con hippys y que pensé que podía funcionar con punks. Lo puse a prueba: –Yo disfruto conocer gente y entonces viajo... Conocer gente, ¿Me entiende?... Viajar... Conocer... ¡Gente!.. ¿Eh.? ¡Ah..! ¡Así..! ¡Gente..!
Funcionó: la carita de mi Muchacha Punk se iluminaba. –Yo también amo viajar –fue desgranando sin mirarme–. Conozco África, India y los Estados (se refería a USA). Yo creo que yo conozco casi todo. ¡Yo no nunca he ido yo a Portugal! ¿Cómo es Portugal? –me preguntó.
Compuse un Portugal a su medida: –Portugal es lleno de maravilla... Hay allí gente preciosamente interesante y bien buena. Se vive una ola en completo distinta a la nuestra...
" seguí así, y ella se fue envolviendo en mi relato. Lo percibí por la incomodidad que comenzaban a mostrar sus punks amigas. Lo confirmé por esa luz que vi crecer en su carita aristocráticamente punk. Susurraba ella: –Una vez mi avión tomó suelo en Lisboa y quise yo bajar, pero no permitieron –dijo–: Encuentro que la gente del aeropuerto de Lisboa son unos cerdos sucios hijos de perra. ¿Es no, eso ...Lisboa, Portugal?–. La duda tintineaba en su voz.
–Sí –adoctriné, pero en todos los aeropuertos son iguales: son todos piojosos malolientes sucios hijos de perra.
–Como los choferes de taxi, así son –me interrumpió la gorda, sacudiendo el humo de su Players.
–Como los porteros del hotel, sucios hijos de perra –concedió la pajarófora gorda cara de sapo, quieta.
–Como los vendedores de libros –dijo la mía –¡Hijos de una perra!–. Y flotaba en el aire, etérea.
–Sí, de curso –dije yo, festejando el acuerdo que reinaba entre los cuatro. Entonces ocurrió algo imprevisto; la de pelo verde habló a la gorda: –Deja nosotros ir, dejemos a estos trabajar en lo suyo, eh... –y desenrolló un billete de cinco libras, lo apoyó en el platillo de la cuenta, se paró y se marchó arrastrando en su estela a la cara de sapo. Bien había visto yo que ellas habían con sumido diez o quince libras, pero dejé que se borraran, eso simplificaba la narración.
–Bay, Borges –me gritó la cara de sapo desde la vereda, amagando sacar de su cintura una inexistente espadita o un puñal; entonces yo me alegré de ver tanta fealdad hundiéndose en el frío, y me alegré aún más, pensando que asistía a otra prueba de que el prestigio deportivo de mi patria ya había franqueado las peores fronteras sociales de Londres. Pregunté a mi muchacha por qué no las había saludado: –Porque son unas ceras sucias hijas de perra.
¿Ve? –dijo mostrándome los billetitos de cinco libras que iba sacando de su bolsillo para completar el pago de la cuenta. Asentí.
Como un cernícalo, que a través de las nubes más densas de un cielo tormentoso descubre los movimientos de su pequeña presa entre las hierbas, atraído por el fluir de las libras , un mozo muy gallego brotó a su lado, frente a mí. Guiñó un ojo, cobró, recibió los pocos penns de propina que mi muchacha dejó caer en su platillo, y yo pedí otra botella de Chianti y dos de Coke y ella me devolvió un hermoso gesto: abrió la boca, frunció un poquito la nariz, alzó la ceja del mismo lado y movió la cabeza como queriendo devolver la pelota a alguien que se la habría lanzado desde atrás.
Conjeturé que sería un gesto de acuerdo. Poco después, su manera golosa de beber la mezcla de vino y Coca Cola, acabó de confirmándome aquella presunción de momento: todo había sido un gesto de acuerdo.
Me contó que se llamaba Coreen. Era etérea: al promediar el diálogo sus ojos se extraviaban siguiendo tras la ventana de la pizzería española de Graham Avenue al viento de la calle. Tomamos dos botellas de Chianti, tres de Coke. Ella mezclaba esos colores en mi copa. Yo bebía el vino por placer y
Poco antes de irnos, ella fue al baño y al volver me sorprendió cavilando en la mesa: . –¿Cuál es el problema con tú? –me preguntó en inglés–. ¿Qué eres tú pensando? –Nada –respondí–. Pensaba en este frío maldito que estropea cicatrices...
Pero mentí: yo había pensado en aquel frío sólo por un instante. Después había mirado la calle que se orientaba hacia la nada, y había tratado de imaginar qué andaría haciendo la poca gente que, de cuando en cuando, producía breves interrupciones en la constancia de aquel paisaje urbano vacío. Toqué el cristal helado; olí los bordes de la copa verde de ella para reconocer su olor, y volví a pensar en las figuras que iban pasando tras los cristales, esfumadas por el vapor humano de la pizzería. Entonces quise saber por qué cualquier humano desplazándose por esas calles, siempre me parecía encubrir a un terrorista irlandés, llevando mensajes, instrucciones, cargas de plástico, equipos médicos en miniatura y todo eso que ellos atesoran y mudan, noche por medio, de casa en casa, de local en local, de taller en taller, y hasta de cualquier sitio en cualquier otro sitio. "¿Por qué?" –me preguntaba" ¿Por qué será?" Trataba de entender, mientras mi bella Muchachita estaría cerquísima pishando, o lavándose con agua tibia, y cuando apenas tironeé del hilito de la tibieza de su imagen, estalló en mil fragmentos una granada de visiones y asociaciones íntimas, intensas, pero por rúas, por argentinas y por inconfesables, poco leales hacia ella. ¿Hay Dios? No creo que haya Dios, pero algo o alguien me castigó, porque cuando advertí que estaba siendo desleal e innoble con mi Muchachita Punk y sentí que empezaba a crecer en mi cuerpo –o en mi alma–, la deliciosa idea del pecado, cruzó por la vidriera la forma de un ciclista, y lo vi pedalear suspendido en el frío y supe que ése era el hombre cuyo falso pasaporte francés ocultaba la identidad del ex jesuita del IRA que alguna vez haría estallar con su bomba de plástico el pub donde yo, esperando algún burócrata de BAT, encontraría mi fin y entonces cerré los ojos, apreté los puños contra mis sienes y la vi pasar a ella apurada por la vereda del pub, zafé de allí, corrí tras ella respirando el aire libre y perfumado de abril en Londres, y en el instante de alcanzarla sentimos juntos la explosión, y ella me abrazaba, y yo veía en sus ojos –dos espejos azules que ese hombre que rodeaban los brazos de mi Muchacha Punk no era más yo, sino el jesuita de piel escarbada por la viruela, y adiviné que pronto, entre pedazos de mampostería y flippers retorcidos, Scotland Yard identificaría los fragmentos de un autor' que jamás pudo componer bien la historia de su Muchacha Punk. Pero ella ahora estaba allí, salía del texto y comenzaba a oír mi frase: ' –Nada... pensaba en este frío maldito que arruina cicatrices... –oía ella.
Y después inclinaba la cabeza (¡chau irlandeses!), me clavaba sus espejos azules y decía "gracias", que en inglés ("agradecer tú", había dicho en su lengua con su lengua), y en el medio de la noche inglesa, me hizo sentir que agradecía mi solidaridad; yo, contra el frío, luchando en pro de la consevación de su preciosa cicatriz, y que también agradecía que yo fuera yo, tal como soy, y que la fuera construyendo a ella tal como es, como la hice, como la quise yo.
Debió advertir mis lágrimas. Justifiqué: –Tuve gripe. . . además. . . ¡El frío me entristece, es un bajón...! "¡lt downs me!" traduje–. ¡Eso abájame! –¡Vayamos al hotel! –dije yo, ya sin lágrimas.
–¡Hotel no! –dijo ella, la historia se repite.
No insistí. Entonces no sabía –sigo sin saber–, cómo puede alguien imponer su voluntad a una muchacha punk. Salimos al frío; calaba. Los huesos. Ni un alma. Por las calles. Llamé a un taxi. El no paró. Pronto se acercó otro. Se detuvo y subimos. Olía a transpiración de chofer y a gas oil. Mi Muchacha nombró una calle y varios números. imaginé que viviría en un barrio bajo, en una pocilga de subsuelo, o en un helado altillo y calculé que compartiría el cuarto con media docena de punks malolientes y drogados, que a esa altura de la noche se arrastrarían por el suelo disputando los restos de la comida, o, peor, los restos de una hipodérmica sin esterilizar que circularía entre ellos con la misma arrogante naturalidad con que nuestros gauchos se dejan chupar sus piorreicas bombillas de mate frío y lavado. Me equivoqué: ella vivía en un piso paquetísimo, frente a Hyde Park. En la puerta del edificio decía "Shadley House". En la puerta de su apartamento –doble batiente, de bronce y de lujuria –decía "R. H. Shadley".
–Es la casa de mi familia –dijo humilde mi Punk y pasamos a una gran recepción. A la derecha, la sala de armas conservaba trofeos de caza y numerosas armas largas y cortas se exhibían junto a otras, más medianas, en mesas de cristal y en vitrinas. A la izquierda, había un salón tapizado con capitoné de raso bordeaux que brillaba a la luz de tres arañas de cristal grandes como Volkswagens. El pasillo de entrada desembocaba en un salón de música, donde sonaban voces. Al pasar por la puerta ella gritó "hello" y una voz le devolvió en francés una ristra de guarangadas. Detrás pasaba yo, las escuché, memoricé nuestra oración "queterrecontra" y con una mirada relámpago, busqué la boca sucia y gala en el salón. No la identifiqué. En cambio vi dos pianos, una pequeña tarima de concierto, varios sillones y dos viejos sofás enfrentados.
Entre ellos, sobre almohadones, media docena de punks malolientes fumaban haschich disputando en francés por algo que no alcancé a entender.
Un negro desnudo y esquelético yacía tirado sobre la alfombra purpúrea. Por su flacura y el color verdoso de su piel me pareció un cadáver, pero después vi sus costillas que se movían espasmódicamente y me tranquilicé: epilepsia.
Imaginé que el negro punk entre sus sueños estaría muriéndose de frío, pero no sería yo quien abrigase a un punk esa noche de perros, estando él, punk, reventado de droga punk entre tantos estúpidos amigos punk.
Copamos la cocina. Mi Muchacha me dijo que los batracios del salón de música eran "su gente" y mientras trababa la puerta me explicó que estaban enculados ("angry", dijo) con ella, porque les había prohibido la entrada a la cocina. Ellos argumentaban que era una "zorra mezquina", creyendo que la veda obedecía a su deseo de impedir depredaciones en heladeras y alacenas, pero el motivo eran las quejas y los temores de los sirvientes de la casa, que en varias oportunidades habían topado contra semidesnudos punks que comían con las manos en un área de la casa que el personal consideraba suya desde hacía tres generaciones y en la que siempre debían reinar las leyes de El Imperio. Ese día había recibido nuevas quejas del ama de llaves, pues uno de los punks, el marroquí, había estado toqueteando las armas automáticas de la colección y cuando el viejo mayordomo lo reprendió, el punk le había hecho oler una daga beduina, que siempre llevaba pegada con cinta adhesiva en su entrepierna. Coreen estaba entre dos fuegos y muy pronto tendría que elegir entre sus amigos y la servidumbre de la casa. Vacilaba: –Son unos cerdos malolientes hijos de perra –me dijo refiriéndose a los dos franceses, cl marroquí, el sudanés y el americano, quien además –contenía "costumbres repugnantes". No pude saber cuáles, pero me senté en un banquito a imaginar media docena de posibilidades punk, mientras ella filtraba un delicioso café con canela. Cuando la cafetera ya borboteaba, me contó que aquel departamento había sido de los abuelos de su madre, que era una crítica de museos que trabajaba en New York. El padre, veinte años mayor, se había casado por prestigio, tomando el apellido de la mujer cuando lo hicieron caballero de la reina vieja en recompensa de sus 'sevicios de espía, o policía, en
Vinculado a la compañía de petróleo del gobierno, el viejo había hecho una apreciable fortuna y ahora pasaba sus últimos años en África, administrando propiedades. Mi Muchacha Punk lo admiraba. También admiraba a su madre. No obstante, al referirse a las relaciones de los dos viejos con ella y con su hermana mayor, puntualizó varias veces que eran unos "hijos de perra malolientes". Creí entender que había un banco encargado de los gastos de la casa, los sueldos de los sirvientes y choferes y las cuentas de alimentos, limpieza e impuestos, y que las dos muchachas –la mía y su hermana recibían cincuenta libras. "Cerdos malolientes", había vuelto a decir tocándose la cicatriz y explicando que el service –que en tiempos de humedad debía realizarse semanalmente le costaba veiticinco libras, y que así no se podía vivir. Pedía mi opinión. Yo preferí no tomar el partido de sus padres, pero tampoco quise comprometerme dando a su posición un apoyo del que, a mí, moralmente, no me parecía merecedora. Entonces la besé.
Mientras bebía el café la muchacha salió a arreglar algunos asuntos con sus amigos. Yo aproveché para mirar un poco la cocina: estábamos en un cuarto pilo, pero uno de los anaqueles se abría a un sótano de cien o más metros cuadrados que oficiaba de bodega y depósito de alimentos. Había jamones, embutidos y ciento cuarenta y cuatro cajas con latas de bebidas sin alcohol y conservas. vi cajones de whisky, de vinos y champañas de varias marcas.
Contra la pared que enfrentaba a mi escalera, dormían millares de botellas de vino, acostadas sobre pupitres de madera blanca muy suave.
Había olor a especias en el lugar. Calculé un stock de alimentos suficiente para que toda una familia y sus amigos argentinos sitiados pudiesen resistir el asedio del invasor normando por seis lunas, hasta la llegada de los ejércitos libertadores del Rey Charles, y al avanzar los atacantes, obligándonos a lanzar nuestras últimas reservas de bolas de granito con la gran catapulta de la almena oeste, apareció otra vez mi princesita punk, que repuesta del fragor del combate, volvía a trabar la puerta con dos vueltas de llave y me miraba, carita de disculpa.
Yo dije, por decir, que me parecía justificado el temor de sus sirvientes. "Nunca se sabe", dije en español, y le aclaré en inglés "es no fácil saber". Ella se encogió de hombros y dijo que sus amigos eran capaces de cualquier cosa, "como pobre Charlie". Quise saber quién era "pobre Charlie" y me contó que era un pariente, que se había hecho famoso cuando arrancó las orejas de una bebita en Gilderdale Gardens pero que ahora envejecía olvidado en un asilo cercano a Dundall, fingiéndose loco, para evitar una condena.
Entonces volvió a preguntar mi nombre y el de mis padres y se rió. También volvió a hablarme de su cicatriz que había costado cincuenta libras: el precio de su pensión semanal, "como una substancia de hecho". El banco le liquidaba cincuenta libras por semana a mi Muchacha y otras tantas a su hermana mayor, pero el maquillaje requería service. (Estoy seguro de haberlo escrito, pero ella volvía a contármelo y yo soy respetuoso de mis protagonistas. El arte –pienso debe testimoniar la realidad, para no convertirse en una torpe forma de onanismo, ya que las hay mejores.) Necesitaba service la cicatriz y le impedía, entre otras cosas, la práctica de natación y de esquí acuático. Coreen adoraba el esquí y las largas estadías al aire libre en tiempo de humedad y me invitó con un cigarrillo de marihuana: un joint. Lo rechacé porque había bebido mucho, me sentía ebrio de planes, y no quería que una caída súbita de mi presión los echara a perder. Mi Muchacha empapaba el papel de su pequeño joint con un líquido untuoso que guardaba en la miniatura de Coke de su colgante de oro. "Aceite de heroína", explicó. Ella había sido adicta y friendo ese juguito que impregnaba el papel y la yerba, tranquilizaba sus deseos.
Amén de varios hornos verticales, y un gran hogar revestido de barro para hacer pan en la sala contigua tenían una máquina de asar eléctrica, con un spiedo que mediría tres metros de ancho por uno de circunferencia. Calculé que un pueblo en marcha hacia la liberación podía asar allí media docena de misioneros mormones ante un millar de fervientes watussi desesperados por su alícuota de dulzona carne de misionero mormón rotí. Más allá de la sala estaba el depósito de tubos de gas, leñas, carbón y especias. Olía a ajo el lugar, pero no vi ajo sino ramas de laurel y bolsas de yute con hierbas aromáticas que no supe calificar. ¿Romero? ¿Peter Nollys? ¿Kelpsias? ¡vaya uno a distinguir las sofisticadas preferencias de esos maniáticos magnates británicos...! Cuando Coreen –mi Muchacha Punk, dueña y señora de la casa volvía del –baño, trabó la puerta que separaba la cocina del office –al que ella llamaba "hogar" en inglés de los salones donde seguían gritándose barbaridades sus amigos. Ignoro lo que habrán dicho ellos, pero como resumen dijo que eran unos piojos hijos de perra; grave. Prendió otro joint con la brasa de mis 555, y –¡Achalay!– nos fuimos con él a apestar el dormitorio de su hermana, donde, dormiríamos, pues el suyo venía desordenado de la tarde anterior.
El pasillo que llevaba a los cuartos, estaba custodiado por grandes cuadros que parecían de buena calidad. Reparé en el piso: listones de roble enteros se extendían a lo largo de quince o veinte metros. Sin alfombra ni lustre alguno, la madera blanca repulida me evocó la cubierta de aquellos clippers que se hacía construir la pandilla de nobles que rondaba a Disraeli para gastar sus vacaciones en Gibraltar. ¡Un derroche! El cuarto de la hermana era amplio, sobriamente alfombrado, y en un rincón había una piel de tigre, en otro, una de cebra viel y otras pieles gruesas que supuse serían de algún lanar exótico, pues eran más grandes que las pieles de las ovejas más grandes que mis ojos han visto y que las que cualquier humano podría imaginar con o sin joints embebidos en substancias equis.
Nos acostamos. Tercera decepción del narrador: mi Muchacha Punk era tan limpia como cualquier chitrula de Flores o de Belgrano R. Nada previsible en una inglesa y en todo discordante con mis expectativas hacia lo punk. ¡Las sábanas...! ¡Las sábanas eran más suaves que las del mejor hotel que conocí en mi vida! Yo, que por mi antigua profesión solía camouflarme en todos los hoteles de primera clase y hasta he dormido –en casos de errores en las reservas que de ese modo trataron los gerentes de repararen suites especiales para noches de bodas o para huéspedes VIP, nunca sentí en mi piel fibras tan suaves como las de esas sábanas de seda suave, que olían a lima o a capullitos de bergamota en vísperas de la apertura de sus cálices. Tercera decepción del lector: Yo jamás me acosté con una muchacha punk. Peor: yo jamás vi muchachas punk, ni estuve en Londres, ni me fueron franqueadas las puertas de residencias tan distinguidas. Puedo probarlo: desde marzo de 1976 no he vuelto a hacer el amor con otras personas. (Ella se fue, se fue a la quinta, nunca volvió, jamás volvió a llamarme. La franquean otros hombres, otros. Nos ha olvidado; creo que me ha olvidado).
Cuarta decepción del narrador: no diré que era virgen, pero era más torpe que la peor muchacha virgen del barrio de Belgrano o de Parque Centenario. Al promediar eso (¿el amor?) le largó a declamar la letanía bien conocida por cualquier visitante de Londres: "ai camin ai camin ai camin ai camin ai camin", gritaba, gritaba, gritaba, sustituyendo los conocidos "ai voi ai voi ai voi ai voi" de las pebetas de mi pago, que sumen al varón en el más turbado pajar de dudas sobre la naturaleza de ese sitio sagrado hacia el que dicen ir las muchachas del hemisferio sur y del que creen venir sus contrapartidas británicas. Pero uno hace todo esto para vivir y se amolda. ¡vaya si se amolda! Por ejemplo: Y después se durmió. Habrá sido el vino o las drogas, pero durmió sonriendo, y su cuerpo fue presa de una prodigiosa blandura. Miré el reloj: eran las 5.30 y no podía pegar un ojo, tal vez a causa del café, o de lo que agregamos al café.
Revisé los libros que se apilaban en la mesa de luz del cuarto de la hermana (le mi Muchacha Punk. ¡Buenos libros! Blake, Woolf, Sollers: buena literatura. ¡Cortázar en inglés! (¡Hay que ver en una de esas camas señoriales lo que parece el finado Cortázar puesto en inglés!) Había manuales de física y muchos números de revistas de ciencias naturales y de Teoría de los Sistemas.
Separé algunas para informarme qué era esa teoría que yo desconocía pero que justificaba tina publicación mensual que ya iba por el número ciento treinta y cuatro. Las miré. interesante: enriquecería mi conversación por un tiempo.
Andaba en eso citando llegó la hermana de mi Muchacha Punk con su novio. La chica dijo llamarse Dianne y era naturista, marxista, estudiaba biología, odiaba las drogas, despreciaba a los punks y no tomó nada bien que estuviésemos acostados en su cuarto, pero disimuló. Cuando le hablé, su expresión se hizo aún más severa como reprochando que un desnudo, desde su propia cama, se dirigiese a ella en un inglés tan choto.
No le gusté y ella no pudo disimularlo más.
Creo que de no haber mediado el episodio del encuentro y la irritación de su novia, habríamos podido entablar tina provechosa amistad. Me convidaron con sus frutas, algo muy delicioso, parecido al níspero y muy refrescante, que erradicó de mis encías el gustito a Coreen. Ella, a pesar de nuestra conversación en voz muy alta, mis gritos angloargentinos, mis carcajadas y 1()s mendrugos de risa que alguno de mis chistes lograron de la bióloga, no despertaba.
Dije a los chicos que me vestiría y que debía partir pues me –esperaban en mi hotel. Ellos dijeron que no era necesario, que siempre dormían en el suelo por motivos higiénicos y que yo podía seguir leyendo, pues "'la luz de la luz no nos molesta". Así dijeron. Se desnudaron, se echaron sobre una piel de oso y se cubrieron hasta los ojos con una manta hindú. De inmediato entraron en un profundo sueño y los vi dormir y respirar a un mismo ritmo, boca arriba y agarraditos de las manos. Pero yo no podía dormir; apagué la luz de la luz y estuve un rato velando y escuchando el contraste entre las respiraciones simétricas de la pareja, y la de Coreen, más fuerte y de ritmo más que sinuoso.
Prendí la luz y revisé el reloj: serían las siete, pronto amanecería. Acaricié los pelos de mi Muchacha, su carita, sus lindísimos hombros y sus brazos, y casi estuve a punto de hacer el amor una vez más, pero temí que un movimiento involuntario pudiese despertarla. Aproveché para mirar su piel delicada y suave. Nada punk, muy aristocrática la piel de mi Muchacha. Le estudié bien el agujerito de la nariz: medía seis milímetros de ancho y formaba una estrella de cinco puntas. ¿O eran cinco milímetros y la estrella tenía seis puntas? Nunca lo volveré a mirar. Para esta historia basta consignar que estaba dibujado con precisión y que debió ser obra de algún cirujano plástico que habrá cargado no menos de quinientos pounds de honorarios. ¡Un derroche! Miré la cicatriz de la mitad izquierda de mi chica: había perdido más color y estaba apelmazada por el roce de mi mentón que la barba crecida de dos días tornó abrasivo. Me apenó imaginar que en la tarde siguiente, al despertar, mi Muchachita Punk me guardaría rencor por eso. Escribí un papelito diciendo que el service quedaba a mi cargo y lo dejé abrochado con un clip junto a un billete de cincuenta libras que había comprado tan barato en Buenos Aires, en la garganta de su botita de astrakán. Así asumía mi responsabilidad, y ella no necesitaría esperar otra semana para poner su cicatriz a cero kilómetro. Actué como hombre y como argentino y aunque nadie atine nunca a determinar qué espera un punk de la gente, yo no podía permitir que al otro día mi Muchachita se amargase y anduviera por todas las discotheques de Londres insinuando que nosotros somos unos hijos de perra que perturbamos sus cicatrices y no pagamos el service, desmereciendo aún más la horrible imagen de mi patria que desde hace un tiempo inculcan a los jóvenes europeos. Me vestí. Al dejar el cuarto apagué las luces. Para salir destrabé la cerradura de la cocina pero volví a cerrarla y deslicé la llave bajo la puerta. Los punks seguían peleando: el africano reprochaba a los otros no haberlo despertado para la cena. Otro lloraba, creo que era el francés.
Después oí una sílabas rarísimas: era alguien que hablaba en holandés.
Gracias a Dios no me vieron y encontré un taxi no bien salí a la calle, fría como una daga rusa olvidada por un geólogo ruso recién graduado en la heladera de un hotel próximo a las obras suspendidas de Paraná Medio.
La tarde siguiente, leí en The Guardian que durante la noche catorce vagabundos, a causa del frío, habían muerto, o crepado, estirando sin rencor sus veintitantas vagabundas patas inglesas, en pleno corazón de la ciudad de Londres.
Hicieron no sé cuántos grados Farenheit; calculo que serían unos diez grados bajo cero, penique más, penique menos. En el hotel me pegué un baño de inmersión y calentito y con el agua hasta la nariz leí en la edición internacional de Clarín las hermosas noticias de mi patria. Quise volver.
Al día siguiente 'volé a Bonn y de allí fui a Copenhague. Al cuarto día estaba lo más campante en Londres y no bien me instalé en el hotel quise encontrar a mi Muchacha Punk. No tenía su teléfono; su nombre no figura en el directorio de la vieja ciudad. Corrí a su casa. Me recibió amistosamente Ferdinand, el novio de la hermana: mi Muchacha estaba en New York visitando a la madre y de allí saltaría a Zambia, para reunirse con el padre. volvería recién a fines de abril, y él no me invitaba a pasar porque en ese momento salía para la universidad, donde daba sus clases de citología. Tipo agradable Ferdinand: tenía un Morris blanco y negro y manejaba con prudencia en medio de la rougb hour de aquel atardecer de invierno. Se mostró preocupado porque hacía un año le venían fallando las luces indicadoras de giro del autito. Le sugerí que debía ser un fusible, que seguramente eso era lo más probable que le sucedería al Morris. Rumió un rato mi hipótesis y finalmente concedió: –No lo sé, tal vez tengas razón...
Me dejó en victoria Station, donde yo debía comprar unos catálogos de armas y unos artículos de caza mayor para mi gente de Buenos Aires.
Nos despedimos afectuosamente. El armero de Aldwick era un judío inglés de barbita con rulos y trenzas negras, lubricadas con reflejos azules.
Entre él y el librero de victoria Embankment –un paquistaní– acabaron de estropearme la tarde con su poca colaboración y su velada censura a mi acento. El judío me preguntó cuál era mi procedencia; el pakistano me preguntó de dónde yo venía. Contesté en ambos casos la verdad. ¿Qué iba a decir? ¿Iba a andar con remilgos y tapujos cuando más precisaba de ellos? ¿Qué habría hecho otro en mi lugar...? ¡A muchos querría ver en una situación como la de aquel atardecer tristísimo de invierno inglés...! Oscurecía. Inapelable, se nos estaba derrumbando la noche encima. Cuando escuchó la palabra "Argentina", el armero judío hizo un gesto con sus manos: las extendió hacia mí, cerró los puños, separó los pulgares y giró sus codos describiendo un círculo con los extremos de los dedos. No entendí bien, pero supuse que sería un ademán ritual vinculado a la manera de bautizar de ellos.
El paqui, cuando oyó que decía "Buenos Aires, Argentina, Sur" arregló su turbante violeta y adoptó una pose de danzarín griego, tipo Zorba (¿O sería una pose de danza del folklore de su tierra...?). Giró en el aire, chistó rítmicamente, palmeó sus manos y (cantó muy desafinado la frase "cidade maravilhosa dincantos mil", pero apoyándola contra la melodía de la opereta Evita.
Después volvió a girar, se tocó el culo con las dos manos, se aplaudió, y se quedó muy contento mostrándome sus dientes perfectos de marfil.