Por Arturo Santanac
Me imagino que cuando partí escribiendo esto no sabía que Natalia era lesbiana, y no tenía la menor idea de que a mí, que a mi cerebro, a mi cuerpo, les gustaba Natalia. De hecho creo que había visto a Natalia dos veces en mi vida. La primera: yo trabajaba en una librería y era la época de navidad (pudo haber sido del 10 al 24 de diciembre del 2009). Había mucha gente, teníamos que ofrecer los libros que más rápido pudiéramos vender. No me es grato aceptar de la forma en que ofrecía a ciertos autores que habían lanzado sus últimas novelas en septiembre, de forma que en diciembre funcionaran como corresponde (que vendieran millones). Yo a Natalia la vi, de lejos. Era (supongo que es, que sigue siendo, no sé, hace un tiempo ya que no la veo) bajita, de no más de un metro sesentaicinco. Yo pienso que las mujeres son o bajas o altas. Y la medida a seguir es la siguiente: hasta un metro sesentaiocho; bajas. Desde un metro sesentainueve; altas. Es forma lógica de diferenciar a las mujeres. ¿A mí? A mí me gustan las mujeres altas. Por eso podría decir que Natalia no me gustaba. O sea, me llamó la atención, pero de una forma distinta. Y eso es lo que me gustó de ella. Que rompió con los límites que tenía. Que sigo teniendo, mejor dicho. Y el hecho es que Natalia pidió un libro de los que se lanzan en septiembre, de los que más se vendían, y vi que lo pidió para regalo y que dijo que era regalo para hombre. Y me acuerdo perfecto (como si hubiera sido hoy) que pensé que era para su novio y pensé que su novio era un idiota y que ella estaría mucho mejor conmigo. Y eso me dejó una leve sonrisa en la cara (a todo esto, el mundo se me había detenido y yo la miraba a ella como con un zoom digital). La segunda vez que la vi fue mientras tomaba un café (solo) en Lastarria. Era un café malísimo, demasiado dulce. Con un trozo exagerado de pie de limón. Me encanta el pie de limón. Y creo que recién me había comprado los cuentos de Antonio Di Benedetto, los que leía de forma enfermiza. De hecho creo que lo sigo leyendo, cada vez que creo que no tengo nada que hacer. Me dedico a leer a Di Benedetto y pienso que está bien que casi nadie lo conozca, que poca gente se haga cargo de él. Claro que Natalia conocía a Di Benedetto, o hizo como que lo conocía, o capaz que haya hecho que me conocía a mí (cosa poco segura) o quizás yo le gusté y por eso hizo como que de verdad conocía a Di Benedetto (cosa menos segura aún). Ella quedó mirando el libro, y yo me di cuenta porque le sentí el peso de la mirada. Porque las miradas tienen peso. Y la de ella, su mirada, pesa. Y no me dijo nada. Se sentó en la mesa del lado, con una amiga, que era extranjera, que tenía una chasquilla recientemente cortada, la nariz afilada, era alta (por lo menos uno setentaitrés) y era argentina. Ahí supe que Natalia se llamaba Natalia y ahí sospeché que era lesbiana y que su novia era la argentina tal, y que el libro que compró aquel diciembre no era para su novio sino que probablemente para su padre o su hermano o su jefe. Recuerdo que Natalia miraba de forma fija mi libro como queriéndome preguntar qué lees, y a mí me carga hablar con gente que no conozco. Más aun sobre libros, o sobre literatura en general. Porque creo que de libros y literatura es de lo único que sé y que me ha costado un montón saber y no quiero que nadie aprenda un ápice de literatura de mi boca. Por eso cuando hablo con gente (que no es muy recurrente) hablo de tonteras, como de música (que es una tontera), o de cine Hollywoodense (que es una tontera muy entretenida).
No voy a mentir. No voy a decir que Natalia se me acercó con su amiga argentina, porque sería una estupidéz mentir de tal forma. Diré que no hablamos y que no me acerqué y que sólo supe que Natalia se llamaba Natalia porque su amiga argentina (la que jamás averigüé su nombre) le gritó Natalia, ven Natalia desde dentro del café cuando se encontró con alguien conocido y quería que Natalia también lo saludara. De ahí me quedé leyendo a Di Benedetto y meses después descubrí que era íntimo amigo de Bolaño, que ambos pasaban penurias en España y que ambos vivían de lo que recolectaban en concursos literarios. Y me imagino que, debido a la inseguridad que provoca vivir de premios literarios, comían mucho arroz y algo de fideos y tomaban mucha agua y casi nada de vino. Natalia con su amiga argentina (guapa, muy guapa) salieron de dentro del local unos veinticinco minutos después tomadas de la mano con un tipo (una a cada lado de él) que tenía una polera con el cuello roto, como rajada de forma intencional. Una polera (remera, debió haber dicho la amiga de Natalia) amarilla, con un par de frases en inglés. Era un tipo rubio con un aro en la oreja izquierda, que había recibido varios rayos del sol ese verano.