Eran cerca de las cuatro de la tarde de un día martes de abril, hace unos 2 años casi. Agustín estaba mal sentado, casi acostado sobre su silla de la sala del quinto piso. Una luz naranja, intensa, pero no encandilante, le pintaba el rostro. Esta luz venía desde la ventana que estaba a su lado y el color se lo daba el atardecer y las hojas de los árboles que ya casi caían al suelo. Agustín se mantenía con los brazos cruzados y movía lentamente, aunque en un ritmo particular, su pierna derecha.
A veces cerraba los ojos y luego los abría para seguir mirando con esa trabajada, pero falsa atención, hacia el profesor. El profesor era un tipo alto, pelo canoso y moreno, flaco pero con barriga, usaba lentes y un chaleco con cuello de tortuga. A Agustín siempre le llamó la atención ese profesor, según él, parecía ser una persona inteligente y que sabía mucho. En palabras de Agustín, su maestro “expiraba intelectualidad”, pero realmente él no lo escuchaba en sus clases, estaba sumergido en lo más profundo de sus propios pensamientos. Muy de lejos sonaba el eco de una canción que parecía ser de Devotchka. No era seguro, podía ser que la canción realmente sonaba en algún lugar del campus o simplemente Agustín deseaba tanto que así fuera que él mismo la estaba recreando en su interior.
Agustín miró hacia su alrededor. Como era de costumbre ninguno de sus compañeros se había sentado a su lado. Dos asientos más adelante, una niña de pelo oscuro y brillante jugaba con los dedos de sus pies mientras tomaba rápidos apuntes en su pequeño cuaderno. Usaba un vestido floreado y encima un poncho rojo, delgado, probablemente era de hilo. No fue un otoño particularmente helado, por el contrario. Al otro lado de la sala, más o menos a la altura de Agustín, un compañero se quedó dormido de brazos cruzados y mirando hacia adelante, tenía la boca unos milímetros abierta y respiraba tranquilo.
La canción de Devotchka que sonaba a lo lejos y que aparentemente sólo Agustín podía oír, acabó luego de varios minutos que la hicieron parecer interminable. Su compañera de adelante dejó de escribir y miró hacia atrás sin ninguna razón aparente, pareció que fijó su vista en Agustín, pero la mirada lo atravesó y llegó hasta el final de la sala sin detenerse ni por un instante en su humanidad. Su compañero que dormía despertó, cerró la boca y volvió a quedarse dormido. De un momento a otro, como si hubiese sido tocado por una descarga eléctrica, Agustín se levantó de su asiento, recogió sus cosas y salió de la sala. Nunca más se le volvió a ver.