Por Felipe Rodríguez
Escuchó por última vez un disco viejo de Perry Como, sonaba Surrender, y recordó aquella vez que de viaje por Estados Unidos, el año 1947, logró verlo en vivo. Noche mágica como la describió años más tarde. Se levantó de su viejo y solitario sillón. El tapiz del mueble se estaba desgarrando, pero a él poco o nada le importaba. Caminó por el pasillo hacia su cuarto y se tendió lentamente sobre su cama, con su cuerpo de espaldas. Dirigió una mirada perdida hacia el techo, llena de recuerdos y nostalgias. El techo estaba marcado por manchas de humedad y quién sabe qué más. Se llevó las manos al cabello y lentamente peinó hacia atrás la seda gris que crecía de su cabeza, con excesiva meticulosidad. Pasó así cerca de dos horas, mirando el techo y recordando. Sus ojos se humedecieron y se levantó de su cama tan lentamente como se había tendido. Caminó de nuevo por el pasillo, pero esta vez hacia el baño. El piso crujía a cada paso y las paredes rechinaban. La casa quería gritar la historia de su dueño.
Al llegar al baño, sucio y maloliente por la humedad, se miró al espejo. Miró su cabello peinado con precisión hacia la nuca y cada una de las arrugas en su cara. Tocó y acarició lentamente sus cejas, orejas y labios. Guardaba unas ojeras oscuras y profundas debajo de unos ojos aún más oscuros. Su barba, entre negra y blanca, mal recortada e imperfecta; impedía notar una pequeña herida en el mentón. Tomó del lavamanos una vieja, pero aún afilada navaja, y empezó a cortar su barba. Lentamente, como un ritual. Con perfecta precisión.
Al terminar, lo unicó que quedó fue un rostro demacrado por el tiempo, por los desamores y las penas de la vida. En ese momento dos gotas gordas y saladas bajaron desde sus ojos, una se desvió por sus labios y descendió por el cuello, la otra cayó secamente en el lavamanos haciendo un ruido sordo al chocar con la cerámica. En silencio iban cayendo más lágrimas. Él no las quitó, sólo sintió como un hilo tibio recorrió su rostro y como ese mismo hilo se enfrió al instante desviándose con cada surco de su cara.
Comenzó a desvestirse despacio, Empezó por los zapatos, de suela gasta y reconstruido una y otra vez. Unos pantalones claros y pulcros cayeron al piso, y con ellos una camisa grisácea de tela barata. Desabrochó la correa de su reloj, con cuidado lo dobló y guardó en una pequeña caja de metal debajo del lavamanos. Se metió en la helada tina, sin agua. Volvió a tomar la navaja de afeitar, se miró con el reflejo del metal y contempló un rostro triste, con la cara húmeda por las lágrimas. En sus ojos se pudo ver pasar toda su vida, cada instante, cada alegría y cada pena. Entonces hizo dos pequeños cortes en cada una de sus muñecas y se recostó en la tina que se llenaba lentamente de su muerte.
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