-¿No pasó el cartero hoy?
Elisa sabe que no. Ella es la que siempre recibe las cartas y sabe que esta vez tampoco ha pasado Evaristo, el cartero del barrio. Ya van a enterarse dos semanas. La última vez, Evaristo dejó tres sobres: la cuenta del teléfono, una promoción de pizzas a domicilio y la liquidación de la pensión de Roberto. Ella sabe que tampoco esta vez ha pasado, pero lo pregunta. Siempre lo pregunta.
-Es raro-, comenta después.

Roberto aparta la vista del libro que lee y mira a su mujer.
-Sí, es raro –corrobora-, por esta fecha, Federico ya debería habernos escrito.
Luego, los dos se sumen en un silencio que revela los pasos de algún gato sobre el tejado, el motor de la lavadora en alguna casa vecina, la teleserie de la tarde en otra.
Elisa y Roberto continúan leyendo.
Al rato, Roberto deja el libro sobre sus rodillas, se quita los anteojos, parpadea repetidas veces.
-¿Te acuerdas del año pasado? –pregunta.

Elisa abandona también la lectura. Suspira.
-Claro que me acuerdo. También creímos que no nos mandaría nada. Así es Federico...
Roberto sonríe.
-Así lo hicimos-, subraya con un brillo malicioso en los ojos.
Elisa parece avergonzarse.
-Sí... sí... –tartamudea-, así hicimos a nuestro hijo.
-El año pasado esperó hasta el último día-, recuerda Roberto-. Yo había perdido ya la esperanza.
-Sí... sí

Roberto mantiene el libro sobre sus rodillas, lo cubre con sus manos llenas de lunares, extendidas. Mira hacia arriba.
Elisa simula haber vuelto a la lectura.
La lavadora vecina continúa su trabajo.
En la otra casa han subido el volumen al televisor.

-Claro que nunca ha dejado de saludarnos en cada fecha importante-, dice Roberto como si hablara para sí mismo.
-Así es –confirma Elisa-, ni cuando se fue a Concepción a estudiar a la universidad, ni ahora desde Recife...
-¿Te acuerdas? –dice Roberto. Se detiene como para recordar mejor, ríe un poco-. ¿Te acuerdas de la vez cuando fuimos a esperarlo al aeropuerto?
-Sí, sí, cómo no-, ríe Elisa también.
-Al final, claro, no llegó, pero fue lindo haber ido.
-Fue lindo regresar con la ilusión de que casi... casi lo vemos...
Vuelve el silencio. Ya no leen. La habitación va perdiendo luminosidad y llenándose de sombras.
-Sí –dice luego Elisa-, es raro que Evaristo no haya pasado.
Afuera, alguien atraviesa la calle cantando un viejo tango.
Roberto se levanta y enciende una luz.
-Me acuerdo de la vez que decidimos llamarlo Federico –comenta Elisa-. Tú me dijiste que por el poeta... ¿te acuerdas...?
-Sí, por Federico García Lorca.
-Me gustaban unos versos que tú me recitabas... ¿cómo eran...? Ah, sí... “¡Qué trabajo me cuesta, quererte como te quiero, por tu amor me duele el alma, el corazón y el sombrero!” ... A mí me daba mucha risa... los decías con tanta gracia...

Pero ahora ellos ya no ríen. Roberto sale de la habitación. Elisa lo contempla hasta que el hueco oscuro de la escalera se lo traga. Sus pasos van apagándose escaleras arriba.
La mujer, entonces, busca entre las hojas del libro y encuentra el papel y el lápiz. Lee lo que ya tiene escrito y lo termina: así es que feliz navidad para ti papá. Tu hijo Federico.
Arriba, en el segundo piso, Roberto, sentado frente a su escritorio, también termina una carta empezada la noche anterior: espero verlos pronto, mamá. Un abrazo y un beso de tu hijo Federico.

No demoraron mucho tiempo en pensarlo, lo saben de memoria, es la fórmula que han usado para cada fecha importante desde que, ante la imposibilidad de tener un hijo, inventaron a Federico.


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