Por: María Jesús Zevallos.
Ya nada se siente familiar desde esta ventana. Cuando miro hacia fuera lo único que esconden esas calles son recuerdos de fracaso y de vidas desentendidas. No me gusta mirar a la calle, no me gusta salir a ella porque siento un rechazo puritano del que no debería ser victima sino victimaria. A mis treinta años nada tengo, y hoy lo extraño más que nunca.
Extraño sus chistes repetitivos y sus ojos caídos. Extraño su pasión por la vida que era la mía, pasión que ya no tengo. Extraño los gritos que para él significaban excelencia, mas nunca odio.
Lo conocí al nacer. Un hombre trigueño, de sonrisa eterna, adorado por el mundo que lo rodeaba. Muy alto y siempre bien vestido, elegante por naturaleza y con unos bigotes bien recortados que hasta hoy mantiene. Siempre con gente a su alrededor, admirándolo, queriendo ser como él.
Cuando tenía 4 años, nos mudamos a una casa pequeña en las afueras de Lima, lo suficientemente alejados para que él y su esposa vivan tranquilos, y lo suficientemente cerca para que yo pueda ir diariamente al club de la ciudad a practicar natación.
Moisés siempre había querido ser nadador, pero había descubierto su pasión demasiado tarde. Entonces llegué, y él impregnó en mí el deseo de conquista. Me sentí honrada de su confianza. Pero me tenía atrapada en sus deseos. Moisés nunca se cohibió en sus expectativas. Quería que sea la mejor. Pero no podía ser la mejor. Montserrat era mi única oportunidad de salir del claustro al que Moisés me condenó cuando supo de mi existir.
Montserrat era la mujer perfecta. Callaba ante la autoridad de Moisés, se adaptaba a cualquier circunstancia en la que su esposo se encontraba. Era hermosa, delgada con cabellos castaños largos y ojos marrones oscuramente profundos e inmensos, a través de los que veías ese candente espíritu que se apagaría con el tiempo. Era imposible no adorarla, y yo la adoré toda su vida, y la seguiré adorando el resto de la mía.
Cuando cumplí 14 años le dije a Montserrat que no quería nadar más. Ella me consolaba, pero siempre callaba cuando Moisés estaba presente. Él no podía saber que yo no quería ser parte de su plan. Yo también callé.
A mis 17 años, el siguiente paso en el plan de Moisés era una beca en la Universidad de Alabama. La natación por fin lo recompensaría, y por cuatro años más, sucumbiría al despiadado terror diario de hacer algo que odio.
Mucha gente dice que los años de universidad son años de descubrimiento. Lo que descubrí fue el vacío ser que él había criado. Me di cuenta, desafortunadamente muy tarde, que mi disciplina, mi manera de ser, mi deseo de ser la mejor, y mi frustración por no poder serlo, todo era de él. Nada era mío. Nada era propio. Yo era suya, y le iba a pertenecer por siempre.
En esos cuatro años, Moisés y Montserrat estuvieron solos. Montserrat hermosa, llena de vida y planes de viajes, no fue lo que Moisés quería. No tenia, según él, algún talento que la destacara. Era ordinaria en sus ojos. Corriente. Tres años después de mi partida, Moisés me siguió los pasos y partió. Así se cumplía el temor más grande de Montserrat. La soledad sería algo que ella nunca podría tolerar. Cuando Moisés se fue, el alma de Montserrat se fue con él. Ella murió en espíritu en ese mismo instante cuando él cerró la reja negra de fierro, por la que tantas veces se había despedido de mí.
Montserrat sólo duró 6 meses antes de morir en cuerpo. Murió de saber que era cierto lo que había sospechado todos esos años. Murió sabiendo que no era nadie en soledad.
Murió un viernes por la noche. Salió de su oficina dejando todo impecable, como de costumbre. Llegó a esa pequeña casa en la que había vivido con Moisés por 17 años. Prendió su computadora, hermosa y pulcra como ella misma, y me escribió un correo electrónico. Solo cinco líneas. Cinco líneas perfectas:
Mi más preciado tesoro:
No soy tan fuerte como tú. No puedo vivir sin él.
Espero que me perdones.
Te extrañaré por siempre.
Tu madre que ama tanto,
Montse.
Regresé a Lima para el funeral. Mi abuelo preguntó si quería saber qué sucedió. Le dije que no. Quería recordarla como la mujer perfecta que fue. Débil. Siempre débil.
Pensé que vería a Moisés, pero él estaba en Madrid, con su nueva mujer.
Nunca llegué a despedirme de él. Dos años después de llegar a la universidad, había renunciado al equipo de natación. Sé que en ese momento él me pudo haber odiado. Sé que no me odió, nunca me odió. Esa fue la última vez que escuché su voz ronca y arrogante, cada vez más desentendida y menos popular.
A los 27, tras haber estado administrando un pequeño hostal en las afueras de Barcelona, regresé a Sudamérica. Semanas después, recibí un correo electrónico de Moisés. Había encontrado el mensaje que Montserrat me escribió antes de suicidarse. Él escribió y lamentó, pero no se arrepintió. Nunca respondí. De responderle revelaría un rencor que no quiero reconocer. Ese mismo quasi-odio que él sintió cuando arruiné su plan. Porque, al final de cuentas, éramos la misma persona. Montserrat se sentía incompleta sin él. Yo me sentía vacía sin él. No encuentro ninguna motivación. No soy quien fui. Él es quien fui.
Nunca le dije que había regresado a Lima. Pero afuera lo veo, todos los días a las nueve de la mañana, caminando hacia el trabajo. Hermosamente joven, como lo recuerdo. Caminando por este edificio celeste en el centro de la ciudad, donde vivió con Montserrat los 6 primeros años de su matrimonio. Donde yo nací, y donde ahora he regresado a morir.
Su amor por mí fue tan fuerte que se tuvo que conseguir otro yo, y ahora lo tiene. Un varón, al que lleva todos los días a las tres de la tarde a sus clases de fútbol. Él sí le saldrá bien. Él sí cumplirá con las pautas. Él sí entenderá su sacrificio. Él no será Moisés.
buenísimo!