Por Felipe Rodríguez

Mientras la escalera mecánica sube, la Estación del metro Universidad de Chile es semejante a una gran oreja que poco a poco va captando los variados sonidos del Paseo Ahumada, allá arriba. Una monedita para mis hijos, por favor. Es la voz de la señora Amalia, que no ve. Pero no porque sea ciega o algo parecido, no, ella no ve porque no quiere ver, porque cree haberlo visto ya todo, de eso ella está segura.
A ratos, con el sordo roncar de los motores de los vehículos en La Alameda, retumban la escalera y la estación. También, está el grito de los vendedores, las conversaciones de los transeúntes, los pasos, el silbato de algún carabinero. Bocinazos.
Recién a medio camino, la gran oreja que es la escalera mecánica se convierte en una nariz hipersensible, capaz de percibir la mezcla de los aromas: el de las fritangas en las fuentes de soda, el de la vainilla del maní confitado, el del humo áspero y el smog, el olor a gas, a bencina quemada, a tumulto. Entonces, uno como que despierta.
Gira la vista hacia la izquierda y ve los rostros de quienes bajan. Silenciosos y lentos maniquíes. Rostros distraídos, ausentes, rutinarios. Nadie mira a nadie. Nunca uno encuentra a algún conocido. Los rostros aparecen, se enfrentan, pasan y se pierden abajo, entre la multitud. ¿Y si de pronto, entre ellos... ella? Tal vez si... Puede ser, ahora, en este momento ¿por qué no? No es imposible. Hace veintiséis años que partió y uno sabe que, de vez en cuando, ella vuelve, de vacaciones, por añoranza o por alguna celebración… o por algún funeral. Por pocos días siempre, pero vuelve. ¿Por qué no entonces?
Ahora, después de que a uno se la ocurrido esa idea, pone más atención a los rostros de las mujeres. Algunas bonitas, otras, gastadas ya por los años, o por los sufrimientos, o por la falta de alguna ilusión. Mujeres morenas, de brazos torneados o rubias altivas que ondean sus cabellos, dejando al pasar una estela de cálido perfume. Altas, bajas, delgadas, presurosas, distraídas, enamoradas, mujeres delicadas que muestran manos de dedos frágiles al sostenerse apenas en la cubierta de goma de la baranda que baja con ellas. Pero ninguna es. No, ninguna.
Repite uno la pregunta: ¿por qué no?
Inmediatamente, como un luminoso ramalazo, un poncho rojo. ¿Su poncho rojo? Una esclava de plata en la muñeca derecha. ¿Su esclava de plata? El pelo castaño ¿su pelo? Uno se sobresalta y se agita, vuelve la cabeza para no perderla y grita: ¡Espérame abajo!
Todos los demás que bajan se vuelven a mirarlo a uno y uno continúa mirando el poncho rojo que, a veces, desaparece entre los cuerpos apretados. Uno entonces corre, empuja a los otros, sube, sale al Paseo Ahumada. Una monedita para mis hijos, por... favor. La señora Amalia que no quiere ver.
Ahora, uno también baja y no la ve. Trata de abrirse más espacio entre un cuerpo voluminoso vestido de chaqueta azul y otros que parecen, a propósito, impedirle el paso a uno. Allá abajo, brilla por un momento su pelo castaño. Ondea una punta de su poncho rojo. Parece que tintineara la esclava de plata. ¡Espérame!
Minutos interminables ha durado el descenso y abajo sólo una multitud que espera para subir y otra multitud presurosa que se dispersa hacia las boleterías.
Entonces uno gira el cuerpo a un lado y a otro, exasperado, confundido.
Alguien lo toma a uno del hombro y uno se vuelve.
Mira un rostro allí tan cerca, un guardia que lo toma, más allá el convoy está por perderse en la oscuridad del túnel, una punta de poncho rojo casi queda aprisionado por la puerta del carro al cerrase. Uno entonces comprende que ella ya se ha ido.
O que todo no ha sido sino una ilusión.

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